Allpanchis, año XLVIII, núm. 88. Arequipa, julio-diciembre de 2021, pp. 143-183.

ISSN impreso 0252-8835 / ISSN en línea 2708-8960

DOI: https://doi.org/10.36901/allpanchis.v48i88.1326

dossier

«Profeta de plaza» y reformador clerical.
El peregrino portugués Juan Gómez en defensa
del franciscanismo (ca. 1605-1659)1

Natalia Silva Prada

National Coalition of Independent Scholars
(Vermont, Estados Unidos de América)

natalia.silva@ncis.org

Código ORCID: 0000-0002-6483-6195

Resumen

Este artículo reconstruye la historia de un hombre común europeo convertido en «profeta de plaza». Durante veinticinco años, Juan Gómez deambuló por numerosas poblaciones americanas haciendo denuncias incómodas, en particular contra el clero masculino y femenino. La autora explora los significados de una peculiar postura mística y la contextualiza a partir de la vida de un laico que nunca se convirtió en religioso, pero que fue un defensor a ultranza del franciscanismo. La investigación está basada en el proceso judicial seguido al portugués Juan Gómez, entre los años de 1657 y 1659, en el Tribunal de la Inquisición de México.

Palabras clave: profeta de plaza, franciscanos, profecías, donado portugués, corrupción clerical

«Street Prophet» and Clerical Reformer. The Portuguese pilgrim Juan Gómez in defense of Franciscanism (ca. 1605-1659)

Abstract

This article retraces the story of an ordinary European man converted in a «street prophet». For twenty-five years, Juan Gómez roamed numerous Hispanic American towns making embarrassing accusations, particularly against clergymen and clergywomen. The author explores the meanings of a peculiar mystical position and contextualizes it based on the life of a secular person who has never become a religious, but was a staunch defender of the Franciscanism. This research is based on the legal action taken by the Tribunal of the Inquisition in Mexico against the Portuguese Juan Gómez, between 1657 and 1659.

Keywords: street prophet, Franciscans, prophecies, Portuguese man, clerical corruption

Introducción

Juan Gómez fue uno de los millares de hombres sencillos de la edad moderna europea. Su vida nos servirá para ilustrar una de las formas en las que el alumbradismo y el profetismo fueron trasplantados en América y cobraron un singular arraigo. Sus comportamientos nos permiten pensar en él como en un típico profeta de plaza o de calle (Niccoli, 1987; Kagan, 1995). En este artículo reconstruiremos su historia para intentar entender los motivos que pudieron llevar a un hombre común a una conversión tan radical, que finalizó con su quema en la hoguera. De la misma manera, profundizaremos en los significados que cobra una específica postura mística y en las expresiones de un profetismo poco ortodoxo, así como en la recepción, por parte de sus coetáneos, de sus discursos, y en las relaciones que sostuvo con otros profetas que circulaban por el valle central mexicano a mediados del siglo XVII. Paralelamente, haremos un recorrido por los mundos cotidianos que lo condujeron hacia un numeroso grupo de poblaciones hispanoamericanas, de Cartagena hacia Trujillo en los andes neogranadinos y, de allí, hacia el virreinato novohispano por azares del destino. Su anhelado retorno a España se vio truncado debido a la coyuntura de la rebelión de Portugal en 1640.

Para ese momento, Juan tenía cerca de treinta y cinco años y comenzaría una vida seminómada en los alrededores de México, Toluca y Cuernavaca, intercalada con visitas a desiertos, cuevas y santuarios. Los pequeños poblados que recorrió, entre 1640 y 1659, formaban parte del arzobispado de México. Según la visita de Juan de Mañozca y Zamora de 1646, este territorio era administrado por franciscanos, agustinos, dominicos, hipólitos y el clero secular. En dicha visita menciona algunos de los lugares en los que vivió Juan Gómez. Se refiere al valle de Tenancingo como a tierra caliente, con pueblos de doctrina administrados por agustinos y habitada por indios mexicanos y ocuiltecos. El pueblo de Tenancingo, donde bautizó a 527 personas, era un beneficio de curas seculares donde habitaban algunos españoles e indios mexicanos y matlatzincas, al igual que el valle de Toluca. Del pueblo de Ixtlahuaca, dice que era poblado por indios mexicanos administrados por clérigos seculares y que su cura beneficiado era el licenciado Andrés de Reza Braojos, uno de los personajes con los que tendrá contacto Juan Gómez. Además de mencionar que confirmó a 398 personas, refiere la presencia de «un religioso portugués del orden de Nuestra Señora del Carmen calzado, que según su relación era de los desterrados y echados del Brasil por los portugueses y por tener falseadas las licencias y recaudos que exhibió ante mi» (Lundberg, 2008, p. 885). Por los testimonios que veremos más adelante, es muy probable que se tratara de Juan Gómez. Al avanzar al pueblo de Jocotitlán, a tres leguas de Ixtlahuaca, menciona al beneficiado Hernando de Olmo,2 quien administraba a indios de lengua mazahua y donde confirmó a 395 personas. Las informaciones de nombres y tipo de población coinciden con las que dará Juan durante las declaraciones de su proceso. Sobre el pueblo de Jiquipilco, dijo que era habitado por mexicanos y otomíes, doctrina secular en donde confirmó a 105 individuos. Describió la llegada a la ermita y santuario de Nuestra Señora de los Remedios, a las afueras de la ciudad de México, como un «riguroso y áspero» (Lundberg, 2008, p. 888) camino.

Peregrinación de Juan Gómez (1640 - 1659)

La reconstrucción de la vida del portugués Juan Gómez se basa en el expediente inquisitorial que reposa en el Archivo Histórico Nacional de Madrid formado por 696 folios. En el proceso los inquisidores examinaron a treinta y cinco testigos y calificaron treinta y seis de sus proposiciones, entre las que abundaron los adjetivos de heréticas, malsonantes, presuntuosas, injuriosas, contumeliosas, temerarias, soberbias, sediciosas y cismáticas. Fue acusado de hereje sacramentario y alumbrado.

La historización de un personaje completamente anónimo es un ejercicio que sirve para poner a prueba el método microhistórico que una vez emplearon Carlo Ginzburg, Giovanni Levi o Richard Kagan para conocer en profundidad al molinero friulano Domenico Scandella, conocido como Menocchio, al exorcista piamontés Giovan Battista Chiesa y a la profetisa madrileña Lucrecia de León, respectivamente. Además de esto, queremos inscribir a Juan Gómez dentro del fenómeno del profetismo de la edad moderna europea. El estudio histórico de las profecías y de los profetas nos permite descubrir una cara más de la importante asociación entre religión y política. Este vínculo puede ser muy fuerte en las sociedades de la época moderna. Bien lo había expresado ya Richard Kagan, cuando escribió que «las profecías se usaban para establecer criterios religiosos por los [cuales] juzgar un régimen civil y de esta forma a menudo fueron utilizadas como arma ideológica por movimientos de oposición y grupos radicales» (2005, p. 20). Aunque la profecía es un instrumento de comunicación que funciona como un lenguaje eficaz de expresión de disenso que puede convertirse en arma política (Taithe y Thornton, 1997, p. 3), no debe descuidarse la relación entre profetismo y milenarismo. Esta relación se basa en «una intensa e inspirada espera del futuro, mundano y escatológico» (Olivari, 2000, p. 139) que apuntaba a la posibilidad de salvación, tanto individual como de pueblos enteros, lo cual puede leerse de forma paralela, desde el lenguaje político.

La historiografía más reciente ha logrado mostrarnos que, en aquellas sociedades de tipo teocéntrico, las profecías podían usarse para establecer criterios morales, principios religiosos y alabar o criticar al poder real, político, civil y religioso (Manero Sorolla, 2000, p. 109). Además, estas han servido para comprender la realidad de una determinada sociedad. La aparición de profetas y de profecías es un indicador del poder de la mística y de las ideas no racionales de las sociedades del periodo moderno (Thornton, 2006). Durante ese periodo, las profecías representaron un instrumento y una oportunidad para una suerte de afirmación pública.

De Oporto a México

Juan Gómez nació en el puerto Atlántico de Oporto alrededor del año 1605. Como era habitual en el mundo lusitano, tomó el apellido de su madre Antonia Gómez y el oficio lo adoptó de su padre, el fabricante de esteras de junco Joan Noguera, natural de Libaez. Un buen número de sus tíos y primos se embarcaron hacia Brasil, lugar en el que terminaron sus días. Su abuelo paterno, Francisco Gómez, murió en Pernambuco y otros en el mar o en batallas dentro del territorio. Los parientes que permanecieron en Portugal se dedicaban a la labranza, la sastrería y la fabricación de esteras. De los veintisiete partos de su madre, él conoció solamente a cuatro de sus hermanos varones y a dos de sus hermanas. Toda su familia era de cristianos viejos reconocidos y él era bautizado y confirmado. Las vidas de muchos de ellos —y sus desenlaces— las conoció Juan a través de la correspondencia epistolar que sostuvo con su progenitor por varios años y en la que le relataba avatares tan particulares como la muerte de uno de sus primos, víctima de un ladrillo desprendido que lo golpeó en la cabeza.3

Sus primeros diecisiete años transcurrieron en el hogar paterno, donde ayudaba en el oficio de esterero a su padre. En Oporto tuvo un maestro llamado André Antonio, quien le enseñó a leer y a escribir, pero no «había estudiado facultad alguna».4 Después, y tal vez en busca de fortuna, se encaminó hacia el mundo hispánico. Durante un año vivió en Sevilla, sosteniéndose con el mismo trabajo de tejedor de juncos y desde este puerto interno zarpó, primero hacia Cabo Verde en un barco negrero, y después a Cartagena de Indias, en donde vivió cerca de siete años. Es muy probable que uno de sus tíos maternos fuese el responsable de la elección americana, ya que era piloto de barco, quizás del mismo barco negrero que transportó a Juan al puerto más importante del tráfico negrero de aquellos tiempos. Durante su vida cartagenera cohabitó con su tío materno y homónimo, Juan Gómez Marín y con la esposa de este, doña Lucía Manjarrez, una noble dama nacida en Santa Marta. En el vecino puerto fluvial de Mompox continuó con su oficio de esterero. La apacible vida de Juan se vio alterada radicalmente a partir de la riña entre el capitán Juan Gómez y Francisco Martínez de Arroyo, en la que se vio involucrado y en la que murió su tío, razón por la que terminó preso en Cartagena y en Mompox. Un tiempo después, Juan volvió a verse envuelto en otro altercado similar, hiriendo en la cara al soldado Manuel Martín Mascorso, quien lo perdonó a cambio de dinero. Es posible que estas experiencias despertaran su deseo de cambio y la radical transformación de su vida. Según contó a uno de los testigos de su proceso, cuando tomó el hábito de donado5 franciscano, lo hizo como parte de un «llamamiento milagroso», dando a entender que su vida hasta entonces había sido «muy relajada». Esta presunción es confirmada por el presbítero Andrés del Olmo Jijón, cura beneficiado6 del partido de Jocotitlán, jurisdicción de Ixtlahuaca. En su testimonio de mayo de 1659 habla de un relato de catorce años atrás,7 en el que Gómez le contaba que en una isla cerca de La Habana,8 «siendo seglar había muerto a un hombre de que resultó haber tomado el hábito de San Francisco».9

A partir de ese momento nació en Juan un impulso que permaneció vivo hasta el final de sus días: convertirse en religioso franciscano y servir a Dios. Esa decisión lo encaminó hacia Trujillo, en donde aspiró por primera vez a tomar los hábitos. Mientras llegaban sus informaciones de limpieza de sangre profesó como donado, pero poco tiempo después le quitaron el hábito por sus impertinentes denuncias a las costumbres de los religiosos, las cuales consideraba inaceptables. Aducía que no guardaban la regla de San Francisco y que pecaban mortalmente. El motivo de la elección específica de esta población no emerge en su discurso de vida, aunque se justifica a posteriori en un llamado divino. Cuando litigó con los frailes de Trujillo, después de cinco años de vivir con ellos, se dirigió a Mérida, esta vez buscando profesar en un convento dominico. Allí residió solo cuatro meses indignado por el amancebamiento de muchos frailes, retirándose a un desierto a ocho leguas en el partido de Tirindin y el «tiempo de una cuaresma»,10 con un hábito de la tercera orden de San Francisco que le dio un fraile transeúnte. De nuevo regresó a Trujillo con el objetivo de oír misa, en donde decidió que su destino estaba en España. Juan aspiraba a profesar definitivamente en la península porque, según sus creencias, suponía que la orden franciscana española era más pura. Esa ilusión de perfección de la orden en la península podía arraigarse en el conocimiento, por parte de Juan, de movimientos renovadores como el de Nueva Castilla, en donde era popular el fervor de los conventos franciscanos impulsado por el cardenal Francisco Jiménez de Cisneros durante el siglo XVI (Santa Teresa, 1957, pp. 13-21). Para cumplir con su objetivo de regresar al Viejo Mundo se puso en contacto con el provincial de la orden en Maracaibo, quien aprobó su decisión de partir. En una nave que transportaba cacao, se embarcó hacia Veracruz con destino a la península ibérica, pero los avatares políticos de la época truncaron por completo su vida y sus aspiraciones. De España pretendía pasar a Marruecos, por «consejo» de San Francisco, quien le habría comunicado, en una visión, que debía hacerlo al cumplir cincuenta años de vida.11

El estallido de la rebelión de Portugal en 1640, justo en el momento en el que Juan se encontraba en el puerto novohispano, cambió su derrotero. Como portugués temía ser tomado como espía, por lo que decidió permanecer en la Nueva España mientras retornaba la paz. Se dirigió a la ciudad de México para recogerse en el convento de San Diego. Allí se dedicó a las labores de la huerta y participó en el coro de la iglesia. Su estancia en el convento de San Diego fue solo de un año, pues volvió a impugnar a los religiosos por no guardar la regla de San Francisco. Ante esto, los religiosos lo retaron a continuar con su viaje. Él adujo que las guerras se lo impedían y buscaron expulsarlo enviándolo a donde «quisiese irse». Este pleito lo llevó a pedir testimonio de lo sucedido, el cual fue secuestrado por el visitador Jacinto de la Serna cuando estaba en Ixtlahuaca,12 población en la que permaneció por ocho años sirviendo en la sacristía y en compañía del beneficiado Andrés de Reza. Allí acusó a Reza de mantener amistades ilícitas con «malas mujeres», quien terminó por amenazarlo físicamente, teniendo que refugiarse en la cercana ermita de San José. Sin embargo, continuaba comiendo en casa de Reza para «no dar a entender al pueblo la causa de su disgusto».13 Al parecer, los ruegos de Juan lograron que Reza dejara el amancebamiento, pero se enemistó con una parte del pueblo, que, de no ser por la intervención del beneficiado, lo hubieran matado. A la muerte de Reza lo reemplazó en el cargo don Nicolás de Madrid, quien muy pronto se opondría al escandalizado ermitaño. De nuevo, las impugnaciones de Gómez acusaron la mala vida y el desconocimiento de la lengua mazahua del nuevo beneficiado, así como su vida material alejada de los votos de pobreza. Juan lo acusó de la compra de maíz y lechones, de tener tabla de juego en su casa y el andar vestido profanamente. Incluso se atrevió a decirle que «vuesa merced no es para este beneficio».14 En el altercado intervino el visitador de la Serna, tratando de convencer a Juan de hacerse amigo de Madrid. Sus negativas lo llevaron a entrevistarse en México con el arzobispo Juan Sáenz de Mañozca, quien, tan irritado y furioso, quiso golpearlo en la cara para finalmente lanzarle un conjunto de injurias como «pícaro, bellaco, embustero, judío»,15 a lo que Juan le respondió: «Vuesa Merced solo me ha conocido», saliendo asustado y huyendo de «persona tan poderosa y enojada».16 Cuando regresó a Ixtlahuaca, el ambiente maleado lo convenció a buscar refugio en San Juan Jiquipilco, al lado del beneficiado Juan de Tapia, quien lo defendió de las amenazas que sobre él se cernían. De hecho, a Tapia él lo consideraba su «padre espiritual»17 y fue con el único que nunca litigó, pues mantenía una conducta justa, no así con sus familiares. El clérigo Tapia incluso intercedió por él ante una solicitud sorprendente, en la que pedía permiso al arzobispo para que le permitiese irse a un desierto y no oír misa ni confesarse. Esa solicitud resume su postura, sentimientos y convicciones:

Señor beneficiado ya que Vuesa Merced va a México por amor de Dios me alcance con el señor Arzobispo que me de licencia para poder vivir sin oír misa porque cuando me hablan de los clérigos, frailes y monjas cerca de sus cosas malas y los confesores como dicho es me atormentan por la enmienda y no lo puedo enmendar aunque más fuerza me hago.18

En Jiquipilco los días fueron más duros para Juan, pues no encontró fácilmente confesores que quisieran absolverlo y tampoco le fue admitido retirarse a ermitas por mucho tiempo. En esa estadía se retiró varios días en los santuarios de Nuestra Señora de los Remedios y en el de la Virgen de Guadalupe.19 Después quiso irse al desierto de los Coyotes, pero al no obtener la licencia, continuó denunciando a los parientes y amigos del beneficiado Juan de Tapia. Un maestro de escuela y dorador le afrentó con las palabras de «embustero y judío». Estos nuevos problemas lo encaminaron hacia Tepotzotlán, a una ermita que «los indios le dieron». Allí fue hecho prisionero por los frailes de San Francisco de México, quienes le reclamaban las razones del uso del hábito y sus permanentes denuncias a los hermanos de la orden. Esa estación fue dolorosa para Juan, pues fuera de estar prisionero, fue duramente azotado y enviado al noviciado con el ánimo de obligarlo a profesar. Sus negativas terminaron con el retiro del hábito y la humillación, tras su expulsión del convento con unas pocas ropas recortadas del propio hábito. A su vuelta a Tepotzotlán, el beneficiado Juan Ruiz Bueno le proporcionó un hábito de ermitaño bendecido para evitar que pareciera «loco», invitándolo además a comer en su casa los domingos y días de fiesta. Pero aquí otra vez volvió a repetirse la historia de las malas compañías del beneficiado, de su intento de corrección y de la expulsión. Pasará entonces a Tenancingo20 y de allí a una «ermitilla» cerca de la heredad de Andrés de Fresco, en donde estuvo cerca de un año, después de residir unos días en casa de un cacahuatero en la ciudad de México y de hablar por consejo suyo con los frailes del Carmen.21 De Tenancingo pasó al convento de San Ángel, a pocas leguas de la ciudad de México, para gozar de la doctrina y, sucesivamente, por consejo del beneficiado, a la huerta de una viuda llamada doña Gracia, cuyo hijo Antonio de Silva tenía obraje en Coyoacán y con quien tuvo conversaciones sobre el significado de ser buenos cristianos siguiendo a los confesores. Ya en ese lugar escandalizó a su público que pensaba que lo que hablaba era cosa de denuncia a la Inquisición. De San Ángel partió para Santa Fe, al lado del vicario Sebastián de Ordaz. En ese lugar dos frailes impugnaron duramente su predicación y, a esas alturas, su fama ya comenzaba a deteriorarse profundamente. Le reclamaron el estar injuriando a clérigos notables, lo cual incidió más adelante en el proceso de confesión y en la negativa de darle la absolución, en la medida en la que él se negaba a retractarse de lo que los curas consideraban «injurias» y que, para Juan, eran simplemente las necesarias denuncias de los pecados públicos de quienes deberían dar ejemplo a su grey. Esta fue su última etapa antes de ser prendido por la Inquisición, tras haber acumulado una serie de enemigos con sus acusaciones. Justamente Santa Fe, el pueblo hospital a dos leguas de México, en donde residió y murió en 1596 Gregorio López, el primer ermitaño de las Indias, nunca juzgado pero tal vez, también, el primer alumbrado. Él no fue docto ni clérigo y, sin embargo, escribió una glosa al Apocalipsis (Huerga, 1986, p. 559).

Desde la llegada de Juan a Trujillo, hasta su muerte en la hoguera en la ciudad de México, su vida y su itinerario se transformaron en un testimonio permanente de afán reformista de la vida eclesiástica y de las costumbres morales del clero y de los seculares. La denuncia reiterativa y el conflicto consecuente se repitieron esquemáticamente hasta el cansancio.

Alumbradismo y profetismo

El alumbradismo fue considerado una secta y una de las herejías de origen típicamente español. Era una doctrina autónoma de la católica y de la reformada, sobre todo por el irrenunciable presupuesto, según el cual el acceso a «los grandísimos secretos de Dios» no provenía de las escrituras sino de una muy particular iluminación del espíritu, de donde procede su nombre (Firpo, 1990, p. 58). Sin la iluminación del espíritu, los textos no eran más que una «débil vela» incapaz del todo de orientar el penoso camino del cristiano. La energía conceptual de este movimiento proviene de Juan de Valdés, español de familia conversa, hermano de Alfonso Valdés, secretario de Carlos V y exiliado en Roma y en Nápoles, en donde vio el fin de sus días. Esta heterodoxia estaba ligada al quietismo andaluz de lejanas raíces (Boeglin, 2006, p. 97). El erasmismo, el luteranismo y el alumbradismo abogaban por una renovación espiritual y coincidían, a pesar de sus diferencias, en la crítica a los excesos de la institución eclesiástica (Boeglin, 2006, p. 101). En la península ibérica, los principales focos del alumbradismo fueron la Andalucía oriental, Extremadura y Toledo (Recio Mir, 1999, p. 318). En América, durante el siglo XVI, hubo brotes particulares en Lima y en el área de México-Puebla, con sus principales exponentes en Fray Francisco de la Cruz y sus seguidores, así como en Gregorio López y sus emuladores (Huerga, 1986, pp. 509-914).22

De entre las prácticas de los alumbrados, la oposición a la ordenación religiosa destaca en Juan Gómez, pero no existe en él ningún tipo de sensualidad mística y sí una defensa a ultranza de la ascética moral rechazada por muchos de los alumbrados y, en particular, por las beatas. La mayor parte de los alumbrados de la zona andaluz era de origen popular y, sin embargo, el fenómeno tenía una fuerte base doctrinal. Se reunían en grupos o juntas presididos con frecuencia por una mujer. Destacaba la oración a Dios y no a los santos, anteponiendo esta práctica a la de la misa (Huerga, 1986, p. 13). En el temprano siglo XVII los inquisidores aportaron una definición general de los alumbrados, considerándolos «hipócritas que pretenden ser santos para obtener la adulación del público, reclamando levitaciones, raptos y revelaciones» (Keitt, 2005, p. 82).

La Inquisición con sus etiquetas conceptuales creaba las herejías, pero ellas no son suficientes para encasillar a los individuos. El calificativo de «alumbrado» o «iluso» se volvió una definición legal para los herejes místicos, a pesar de que «en el análisis de los casos se descubre que la mayoría de los discursos de estos personajes no eran contrarios a las enseñanzas de la Iglesia» (Rubial García, 2006, p. 222), sino reinterpretaciones de ellas que, aunque a veces tergiversadas, eran lejanas de ser verdaderas «herejías». Más allá de las aparentes trazas de alumbrado en la personalidad de Juan Gómez, y en la consecuente clasificación que de él hicieron los inquisidores, haré una reflexión sobre su espiritualidad inspirada en el franciscanismo y sobre los rasgos de profetismo que rodearon su vida,23 teniendo conciencia de los estrechos vínculos que existían entre el alumbradismo, el franciscanismo y el profetismo. En Juan Gómez las críticas al incumplimiento de las reglas de la orden franciscana son constantes y constituyen el pilar de su aparente herejía. Él recurrió con frecuencia a la autoridad del padre fray Francisco Jiménez, quien decía que pecaba mortalmente el fraile o secular que persuadía a otro de ser fraile cuando la religión estaba relajada.24 En una de sus audiencias, ante el Santo Oficio, recitó la primera parte de la regla de San Francisco tomada de este autor.25 También encontramos coincidencias entre su vida y la de otros franciscanos con «espíritu mesiánico». Fray Francisco de Ocaña, como también fray Juan de Olmillos, en su ansia de reforma, despreciaban abiertamente al clero, llegando a decir que quienes gobernaban la Iglesia deberían ser arrojados «como puercos» (Pérez Escohotado, 2003, p. 142; Santa Teresa, 1957, p. 22). Juan Gómez se había expresado de manera homóloga cuando afirmó, con desprecio, que «había sacerdotes que se podía barrer las calles con ellos».26 Él no se oponía al clero en sí mismo, como los alumbrados más característicos, sino a su vida pecaminosa. Tampoco se alejaba de los santos venerados por la Iglesia ni de las prácticas de la piedad popular.

Su idea de Dios distaba también de la que era típica de los alumbrados. Juan retomaba las escrituras bíblicas y aquellos pasajes de San Marcos, Santo Tomás y el profeta David para amonestar en voz alta a los pecadores: «a Dios le manda amarle sobre todas las cosas y aquel que no se ofende cuando ve a su Dios ofendido no tiene amor a Dios; y que el enojarse contra tantos conventos a donde no se guarda lo que manda Jesucristo según la profesión que hacen le hace enojarse y hablar contra ellos».27

En la década de 1570, el alumbradismo había promocionado visiones mesiánicas de todo tipo y, a la vez, los franciscanos habían abonado desde tiempo atrás «el terreno en el que van a brotar los movimientos espirituales del siglo XVI» (Pérez, 2000, p. 193). En los alumbrados existe un profetismo reformador de la Iglesia, así como alusiones a reformas jerárquicas (Santa Teresa, 1957, p. 26). En España hubo una importante proliferación del fenómeno a mediados del siglo XVI, en donde incluso algunos profetas y alumbrados hacían un llamado a la necesaria convocación de un concilio, dirigida probablemente a establecer un diálogo con la Iglesia reformada (Boeglin, 2007, p. 114). En América el primer brote fue espectacular. Fray Francisco de la Cruz, entre sus numerosas proposiciones, afirmó que «Dios le dijo claramente que quería alzar la mano de Roma y pasar su Iglesia a las Indias […] que Dios quiere que el dicho Fray Francisco […] sea rey en esta tierra y que sea arzobispo de Lima y Papa» (Huerga, 1986, p. 279). Apelaba a que esto estaba ya profetizado en la sagrada escritura y que, antes que él, lo habían «atisbado» el padre de Las Casas, fray Felipe de Meneses y fray Luis de Granada (Huerga, 1986, pp. 281-285). Fray Francisco se decía «profeta de Dios», y permeado por impulsos y ordenamientos divinos, pretendió convertirse en el mensajero y artífice del advenimiento del milenio igualitario, padre y pastor de los indios maltratados, descendientes del pueblo de Israel (Fernández Luzón, 2005, pp. 143-180).

La práctica por la cual se emitían profecías o algunas personas asumían tener el «don de profecía» era parte de un sistema cultural, perspectiva desde la cual este fenómeno ha sido poco estudiado en la Hispanoamérica virreinal, en contraste con el valioso aporte que al respecto ha hecho la historiografía europea del periodo moderno.28 Hay innumerables estudios sobre visionarios y beatas en los que el profetismo solo es mencionado de manera informativa y tratado incluso de «manía», en el sentido antiguo, de delirio. Muchas veces también el misticismo profético tiende a ser asociado a categorías homólogas a las que creaban los propios inquisidores: se rescata sobre todo el tema de la locura, la esquizofrenia y la megalomanía. Las expresiones proféticas, cuando no sus protagonistas, son reducidas a heterodoxias esquizofrénicas. El más famoso heterodoxo de las Indias occidentales, el dominico fray Francisco de la Cruz, fue tachado de tener una habilidad dialéctica «luciferina», porque «parecía loco pero no lo era». Tuvo la capacidad de decirle en la cara a los inquisidores: «verán cuáles son locuras y si hay algunas verdades entre ellas» (Huerga, 1986, p. 12). En su proposición veintinueve, Juan Gómez impugnó igualmente el juicio de locura. Al compararse con Cristo, San Francisco y otros santos, dijo que «primero los llamaron locos que santos»29 y que Anás y Caifás, siendo doctores, habían desconocido al propio Jesús.

Existe una veta del profetismo popular que vale la pena explorar, aunque se hayan hecho ya algunas menciones en los estudios dedicados a los(as) beatos(as) y visionarios(as). Como dijimos antes, estos estudios no privilegian la práctica profética en particular, sino que se centran en el significado de las visiones y de los sueños, en los que estos son interpretados, la mayor parte de las veces, como mecanismos para obtener reconocimiento social y medios de sobrevivencia. Algunos trabajos de las últimas décadas han atendido a los aspectos sobrenaturales.30 Esta era también una de las funciones de la emisión de profecías, pero cada una de ellas tenía a su vez una particular importancia, dependiendo de su propio contexto cultural.

La profecía era, según Juan de Orozco y Covarrubias en su Tratado de la verdadera y falsa profecía, «una declaración de lo que está por venir diciéndose antes que sea» (Orozco y Covarrubias, 1588, p. 31), con el objetivo de conocer la verdad de la fe y la benignidad inmensa de Dios. Para San Crisóstomo, los profetas verdaderos estaban encargados de «corregir faltas, dando lugar a la enmienda» sin hablar del «enojo de Dios», como lo hacían los falsos. Las experiencias y expresiones proféticas de Juan Gómez nos pueden ayudar a aproximarnos a su forma de comprender el mundo y a su propia historia.31 Las profecías parecen haberle servido de modo particular para establecer criterios morales y reglas religiosas.32 Él se impuso unas normas claras que defendió hasta el final de sus días: no profesaría en la Nueva España ni en el Perú, porque en esos lugares la orden se encontraba en estado de relajamiento total. Este principio se transformó en su ideología y ella lo condenó. Existe en esa actitud una clara concepción de la representación que del mundo se hizo Juan: un mundo corrupto que no quería corregir sus desviaciones y del que él no quería formar parte. Si seguimos las caracterizaciones de Orozco, en el portugués Gómez encontraremos manifestaciones tanto de un falso como de un verdadero profeta, pues, «cuando sindicaba a los religiosos se enfurecía y echaba espumarajos por la boca dando carreras y gritos como hombre loco y desatinado»,33 aunque «cuando no hablaba de religiosos razonaba con mucha modestia y mucha doctrina», y «su vida exterior era muy penitente, […] guardaba la regla de San Francisco y la de San Miguel y de la Virgen de la Asunción».34 Cuando los inquisidores le refutaban el que San Francisco hubiera mandado en su regla corregir públicamente los pecados, él contestaba que «la regla no se aparta de la caridad de los prójimos que es corregir al que yerra».35

La profecía connota la revelación absoluta de sucesos inesperados vinculados generalmente a la dualidad premio/castigo. En la cultura occidental, así como en la prehispánica, no podemos considerar el fenómeno profético como algo reductivo a la simple predicción del futuro (como un tiempo desconocido), ya que, aunque la profecía se pensaba en el contexto de un tiempo lineal, tenía claras funciones estratégicas (políticas, sociales, religiosas, propagandísticas) y la profecía, específicamente, era concebida como la realización de un futuro-pasado ya presente en los tiempos bíblicos.

Profeta popular y mediador

Los profetas de plaza eran hombres sencillos que recuperaban la forma de vida eremítica. A la contemplación agregaban la austeridad física, asumidas del eremitismo medieval. En la Italia renacentista el profeta de plaza imitaba a Juan el Bautista y a Elías. Era descrito como un personaje con la cabeza descubierta, una larga barba, vestido con hábito o incluso con pieles selváticas, portador de una cruz, según los representaba la iconografía corriente, y se caracterizaban por el nomadismo (Niccoli, 1987, pp. 128-129). El profeta de plaza podía usar el púlpito para abogar o protestar por causas particulares, pero sus mensajes anunciando el juicio final eran también llevados a las calles, por lo que se les nombra también como profetas de calle. Su túnica de telas ásperas simbolizaba una vida de penitencia. Savanarola habría sido el profeta renacentista más famoso y quizás el más exitoso (Kagan, 1995, p. 87). La apariencia física de los profetas de plaza era parecida a la de los ermitaños que recorrieron el valle central mexicano y que imitaban el traje del connotado Gregorio López, quien usaba un hábito especial de color oscuro formado por una sotanilla sin ceñir que llegaba a las rodillas, botas y un mantillo escotado al cuello (Rubial García, 2006, p. 24).

Las descripciones anteriores las compararemos con las diversas percepciones que la gente que rodeó a Juan Gómez tuvo de él, para comprobar que su aspecto exterior coincide con el prototipo del profeta de plaza o de calle descrito por Niccoli y Kagan. Ignacio de Paz, contador del tribunal de la Inquisición, quien vio en tres ocasiones al portugués —en Tlalnepantla, Tepotzotlán y Santa Fe—, lo describió como uno «que andaba con un saco de sayal y una capa muy pequeña de lo mesmo como ermitaño descalzo».36 Juan de Mendoza, cacahuatero de la ciudad de México, lo vio «con un saco de sayal frailesco ceñido con cuerda de San Francisco con capa de lo mismo corta a la rodilla […] descalzo de pie y pierna al parecer traje de donado de los descalzos de San Francisco con melena de cabello largo un bordón en la mano sin sombrero».37 El cura Andrés del Olmo lo recordaba como «un portugués que ha andado en este valle en hábito de donado de San Diego y después con un saco de sayal frailesco descalzo de pie y pierna y sin sombrero».38 Su hermano, también presbítero, Pedro del Olmo, dijo que era «un hombre de hábito de ermitaño muy roto descalzo de pie y pierna y con el sombrero en las espaldas portugués de nación».39

Con relación a sus comportamientos, algunos testigos coincidieron en que llevaba una vida penitente. Para otros, su forma de hacer penitencia era solo exterior: «y que es un cuerpo sin alma porque ni tiene espíritu verdadero ni sabe de oración en ninguna de las maneras». Algunos precisaron que era «un hombre pagado de su parecer […] de espíritu soberbio poseído del demonio y que parece un hombre loco en lo general», que comía todo lo que se le servía a la mesa y que se acicalaba. Otros opinaban que era un hombre de «ejemplar vida y muy penitente»,40 «que es de los hombres más extraordinarios que este declarante ha comunicado habiendo comunicado muchos de este género»,41 o que «comía poco y se retiraba a la Iglesia y de la comunicación en dos o tres días».42 Un testigo declaró que normalmente se alimentaba de maíz tostado, habas y guacamote,43 cuando lo hallaba, y que cuando le daban algo se basaba en el Evangelio diciendo, «comed de todo aquello que se os pusiese delante»44 y que comía pescado y carne. Un religioso afirmaba que le había oído decir que hacía los ayunos de obligación y otros más que él se imponía, «cada cual de cuarenta días», y que frecuentaba a menudo los sacramentos y que, aunque no había estudiado, «era hombre entendido y muy leído».45

Sus modestas pertenencias se reducían a una frazadilla (o paño) rota, una bula de la santa cruzada, una «calea» en que dormía, los papeles de sus informaciones de limpieza de sangre, sus libros y objetos de uso cotidiano como agujas para remendar, una cuchara de bronce para tomar la sopa, una navaja para cortar el pan y un decenario para limpiarse.46 Otro testigo lo recuerda «haciendo medias y guantes de lana»,47 actividad con la que posiblemente sobrevivía. Para los inquisidores, obviamente, no podía ser concebido más que como un «lobo rapante»48 con piel de oveja exterior. Juan estaba convencido de que los testimonios en su contra se los habían levantado aquellos a quienes él había acusado de inmoralidad, y que su único confesor viable, Juan de Tapia, le habría dicho: «no tenga escrúpulo de cuanto habla y déjelo a mi cargo».49 Gómez sabía que todo era porque «el hería con la lengua rigurosamente pecados públicos».50

A pesar de no ser erudito ni haber tenido una formación clásica, sabía leer y escribir correctamente y se esforzaba por citar pasajes bíblicos y frases en latín. Aunque los inquisidores lo consideraron «un hombre totalmente idiota»,51 es decir, carente de conocimientos doctos y que no había estudiado ni la gramática, sorprende el hecho de que en una de sus declaraciones citó la Suma de Toledo.52 Este libro, de autoría del jesuita Francisco de Toledo, era un tratado de moral usado en las universidades hispánicas destinado a la formación de los sacerdotes y en donde se trataban temas de derecho canónico como la excomunión, los entredichos, las suspensiones y las irregularidades para recibir el sacramento de la orden (Salinas Araneda, 2000, p. 217). Es precisamente sobre este último tema que Juan Gómez citó un mandamiento de la Suma, explicando a los inquisidores por qué criticaba a un clérigo que sustentaba a su madre. Igualmente se sabe que basaba algunas de sus ideas en las de los tres tesoros impresos de su posesión: un libro de fray Luis de Granada, otro de Santa Gertrudis —que se lo había prestado el labrador Gaspar Ruiz de Cáceres— y uno de la regla de San Francisco, que se sabía de memoria y que seguramente era de autoría de Francisco Jiménez de Cisneros.53 Fray Luis de Granada, junto a muchos otros escritores medievales y renacentistas como Joaquín de Fiore, Juan de Rocatallada, Vicente Ferrer o Juan de Unay criticaron la mundanidad del clero y la corrupción generalizada (Quispe-Agnoli, 2006, p. 61). Las revelaciones de Santa Gertrudis las acomodó a la experiencia que estaba viviendo. Juzgaba ásperamente las culpas y las faltas de los otros y reprendía gravemente a las monjas.54 Es también lógico que muchos de sus conocimientos los hubiera adquirido en las numerosas comunidades religiosas por las que anduvo en el curso de dos décadas de peregrinar constante, en donde «ha oído argumentar a los religiosos […] y a los predicadores decir lugares en latín».55 Él mismo atestiguaba la práctica de la lectura cuando declaraba ante los inquisidores que a Santa Gertrudis y a San Jerónimo «los ha leído» en romance, «y aun dice San Gerónimo que este género de clérigos y religiosos fornicadores es más dañosa que la doctrina de los herejes cristianos de aquel tiempo».56 Afirmó también haber leído a Santa Teresa, cuando le interrogaron sobre sus críticas a los encuentros sexuales de las monjas.57

Sus comportamientos resultaban excéntricos a quienes lo conocieron, pues sin ser religioso, se atrevía a predicar y a juzgar moralmente al clero y a personajes de importancia social. De hecho, los inquisidores consideraron un delito el que hiciera publicidad de las vidas ajenas sin que tuviera autoridad para ello.58 De los sacerdotes, opinaba que no se les podía llamar «ángeles» pues eran unos «hijos de puta»,59 apreciación que compartían las monjas y las mujeres que se amancebaban con los religiosos, a quienes llamaba indistintamente «putas».60 Igualmente, condenaba el juego de barras por parte de los mulatos y la ausencia del voto de pobreza entre los religiosos que montaban en carrozas, vestían trajes costosos y llamativos, así como el uso del soborno para acceder a cargos eclesiásticos y el poseer juegos en sus casas.61

Para Juan Gómez, el comportamiento indebido de los religiosos era el principal elemento que legitimaba sus prédicas. Él era consciente de su papel reformador y se percibía a sí mismo como un mediador de Dios. Reunía gente para llevar a cabo sus alocuciones, en las cuales hablaba sobre cosas espirituales, al final de las cuales decía, «divinamente he hablado».62 Igualmente se identificaba con otros que, como él, habían optado por la vía de la renuncia al mundo. A mediados del siglo XVII muchos eremitas recorrían los caminos del valle central mexicano, en el que fueron comunes personajes como Pedro García Arias, Salvador de Victoria, Pedro del Espíritu Santo o Juan Bautista de Cárdenas (Rubial García, 2006, pp. 245-246). Uno de ellos era conocido de nuestro profeta, pues ansioso preguntó por el hermano Pedro al alcaide de la cárcel del Santo Oficio, Fernando Hurtado Merino, cuando este le llevaba la cena: «con grande ahínco e instancia que le dijese si el hermano Pedro estaba todavía preso», a lo cual el alcaide le respondió que «si estaba loco, que no preguntase disparates».63 Sin embargo, Hurtado comprendió que se refería al ermitaño Pedro García Arias, quien en 1658 fue azotado por las calles, pero para no complacer a Juan lo encerró y no le dejó saber que, en efecto, el toledano conocido como el «hermano Pedro» estaba encarcelado desde 1651. Después de desandar varios pueblos de la Nueva España se asentó en Cuernavaca. Él tampoco era muy erudito y aceptaba gustosamente la comida que se le brindaba, al punto que lo describen algunos como gordo y colorado (Rubial García, 2006, p. 67). Es posible que Juan lo haya conocido durante sus años de estancia en Tenancingo, pueblo situado entre Toluca y Cuernavaca.

La actitud profética de Juan se vinculaba con sus dones comunicativos. En Jocotitlán, por ejemplo, se esforzó con éxito por tener una audiencia, diciendo a la familia del Olmo «que quería predicar a la gente de su casa y sin decirle que lo hiciese, antes desistiéndolo, comenzó a conversar o predicar».64 Algunos testigos cuentan que estas prédicas las hacía sentado en el suelo y «por vía de plática, enseñanza y predicación»,65 y que su espíritu era «predicar el evangelio»66 o que el Santo Evangelio le ordenaba corregir en público.67 También se sabe que predicó en la hacienda de carbón de la familia Fresco, en la jurisdicción de Tlalnepantla, donde lo alojaron en una «cuevecilla» y que tuvo contacto con los indígenas que le permitían residir en ermitas vecinas a sus asentamientos.

En particular podemos decir que las características del discurso profético de denuncia comprenden: 1) enjuiciamiento al presente; 2) crítica al pecado; 3) anuncio de castigos y condenación eterna; 4) invitación a la conversión interior y al cambio de vida, a cumplir los mandamientos de Dios, caminar en rectitud y vivir en humildad; y 5) invitación a la justicia en el sentido bíblico, es decir, a la santidad (Navarro, 2001, p. 40). El papel del profeta consiste, entonces, en fustigar los pecados del hombre y en denunciar comportamientos escandalosos (Núñez Beltrán, 1997, p. 116). En Juan Gómez se cumplen la mayoría de estas actitudes.

En la sala de la casa del clérigo Olmo, donde tuvo una audiencia amplia y en donde la mayoría eran mujeres, Gómez les habría dicho: «pobres de vosotros que os vais al infierno y aguardáis a pedir perdón a Dios cuando os estáis muriendo y os deja el pecado y no vosotros al pecado».68 En otro momento y comparándose con Jesucristo repitió sus palabras: «si sois hijos de Abraham haced obras de Abraham más si obras hacéis de los diablos seréis hijos de los diablos».69 Sus palabras estaban llenas de enjuiciamientos al tiempo presente, denuncias al pecado, anuncio de castigos y presunción de santidad. Una de sus amenazas más explícitas ocurrió cuando se quejaba con desconsuelo de no hallar quien guardara la ley evangélica además de él, diciendo «que el día del juicio él había de ser juez o fiscal de los que no la guardaban y se vería entonces la verdad».70

Además de esta forma de predicación hecha en un tono velado, pero en el que se descubre una amenaza y en donde se asumía como santo, Juan usó también un lenguaje un poco más moderado, aunque no menos permeado de profetismo. Aconsejaba a las doncellas casarse, «aunque no fuesen con igualdad de linajes y que sirviesen a Dios».71 En la ruptura con el orden estamental prevalecía un gesto de rebeldía típico de los alumbrados, quienes tendían a desconocer las jerarquías. Igualmente aconsejaba a las mujeres a que se convirtieran en beatas. Su exaltado ánimo predicador lo sustentaba en la forma y las enseñanzas que los jesuitas le transmitieron durante su infancia: «que la doctrina cristiana y las obras de misericordia le enseñan que él enseñe al que no sabe y que corrija al que yerra».72 Recordaba los procedimientos rudos de los padres de la Compañía: «híncate de rodillas ante aquel que jurare y dile que antes te de una bofetada acuérdate el nombre de Jesús y no jures más eso».73 Al cambio en general exhortaba citando «lugares de santos y el evangelio».74 Se sentía protegido por su padre espiritual, Juan de Tapia, quien publicaba y decía a voces «que el hermano Juan Gómez no solo era santo sino santísimo y que el tal padre espiritual es un hombre muy santo y muy ejemplar».75 Ya en la cárcel insistía en que «esto venía de lo alto que esto venía guiado del cielo»,76 para contradecir la opinión de los inquisidores de que era un embustero.

En busca del alumbrado: las proposiciones juzgadas por la Inquisición

Uno de los temas centrales calificados por los censores inquisitoriales fue el de la corrección fraternal, del cual se derivan un gran número de otras proposiciones: la relajación de varias órdenes religiosas, masculinas y femeninas, y en especial la de San Francisco, en la que Gómez buscó profesar sin éxito, pensando que si lo hacía podía caer en pecado mortal, ya que allí no se guardaba la regla. Esto, en consecuencia, lo llevó a la desobediencia a sus superiores y a promover la vida de oración por fuera de las órdenes religiosas, así como a tomarse ciertas licencias en la guarda de la confesión, la comunión y la oración. Para Juan, los que entraban en una orden sin conocimiento del estado de relajación se encontraban ausentes de «luz». Reprobaba, también, el pecado por pedir limosna utilizando seglares como los indios o los negros o para entregarla a las «amigas». La constatación de lo poco que, en general, se guardaba la ley evangélica lo impulsó a denunciar desde los altos clérigos hasta la gente del común.

Otro tema que se desprende del anterior es el del rastreo por parte de los inquisidores de las prácticas de oración, confesión, comunión y asistencia a misa. Las faltas que pudieron imputarle a Gómez derivaron de su rechazo a los eclesiásticos o de sus pleitos específicos con ellos. Juan decía que no se confesaría con malos prelados y que Dios solo le pedía que no pecase. Aunque en muchas de las indagatorias de los inquisidores se percibe la intencionalidad de encontrar al alumbrado escudriñando su asistencia a misa, forma de orar y periodicidad en la confesión, no llegaron a calificarlo como iluso por la negación a la práctica específica de algún sacramento, sino por creerse justo y sin pecado. En la proposición veintiuna, el rechazo de Juan a la confesión se basaba en la ausencia de consuelo y en su idea del sufrimiento: «que como nuestro señor era servido de que él padeciese aquellos trabajos no hallaba consuelo en lo que le decían».77 Entre los laicos, promovió ideas contrarias al sacramento del matrimonio cuando hizo un llamado al retiro de los hombres a una vida de penitencia, sacrificando la vida del hogar junto a la esposa. Esta proposición, considerada propia de herejes por parte de los inquisidores, contrastaba con su rechazo al amancebamiento y a los consejos en los que consideraba mejor casarse con cualquiera, aunque no perteneciese a su estamento social y racial, antes que profesar en una orden relajada.

El tercer tema tiene que ver con la predicación de asuntos espirituales y con la asunción de una forma de vida eremítica. Para los inquisidores, Juan no era un eremita, sino un vagabundo y un ocioso con una personalidad maldiciente. Juan quiso dar a entender que sus veinticinco años de vida espiritual habían sido producto de manifestaciones divinas. Un aspecto que no convencía a los testigos de la forma de vida eremítica de Juan era su costumbre de ir todos los sábados al río a bañarse. Aquí, curiosamente y aunque el testigo insinuó prácticas judaizantes, los inquisidores no tomaron partido. Tampoco en su decisión de predicar en tierra de infieles una vez hubiera cumplido los cincuenta años.

La indagatoria sobre las visiones, a las que tampoco dieron mucho espacio, pudo servir a los inquisidores para encontrar al falso visionario. Sobre este punto nos extenderemos en el próximo apartado, pero podemos asumir que los calificadores se enfrentaron a tres momentos particulares: a) la aparición de la Virgen en Trujillo a través de un sueño, b) la profecía sobre la muerte de un beneficiado y la salvación de otro como obra milagrosa, y c) su papel reformador de las religiones y martirio consecuente. Estos tres aspectos pueden configurar un cuarto tema juzgado, el de las revelaciones, falso don de profecía y «afectación de santidad». Todos estos aspectos fueron considerados por el tribunal inquisitorial como sospechosos a la fe, ilusos y un tipo de libertad propio de herejes.

Las revelaciones y predicciones

Desde la teología y las religiones monoteístas, la profecía es considerada un don otorgado por la propia divinidad para conocer el futuro. Es por esta razón que el profeta como mediador entre la divinidad y los mortales es visto de forma muy diferente al adivino, al mago, al astrólogo y al místico. La revelación ocurre en estado de éxtasis y es comunicada directamente por Dios al escogido como profeta, mientras que la adivinación es una técnica adquirida o inducida. San Jerónimo decía que las profecías eran las mismas visiones y que, por esto, los profetas podían ser considerados malos. Orozco y Covarrubias citaba así a San Pedro: «la profecía es un don del espíritu santo, traída no por voluntad humana, sino divinamente infundida y concedida de Dios» (Orozco y Covarrubias, 1588, p. 42). El profeta como intérprete de Dios hablaba por ellos y ponía en su boca lo que habían de decir, por eso a los profetas se les conocía como «boca de Dios», y a sus visiones, «palabra de Dios».78 Esto explicaría por qué Juan finalizaba sus prédicas diciendo «divinamente he hablado».

En su época, Juan Gómez no podía ser considerado más que un falso profeta por parte de los inquisidores, quienes de hecho concedieron muy poca seriedad a sus visiones, revelaciones y predicciones. Aquí las revisaremos para encontrar al profeta detrás del eremita, al hombre común que se sintió escogido para reformar las religiones en el atardecer del siglo XVII. Personajes como Newton estaban convencidos de que la revelación divina permanecía escondida a los sabios y que, al contrario, estaba al alcance de los niños e incultos (Miegge, 1999, p. 170).

En el ámbito religioso, la revelación es considerada una manifestación divina de una verdad secreta u oculta a través de una comunicación activa o pasiva con una entidad sobrenatural (Rowny, 1999, p. 555). Juan, en su defensa ante los inquisidores, les hizo saber que él conocía las revelaciones de Santa Gertrudis y Santa Matilde, y que, al igual que ellas, había vivido experiencias similares. Sin temor, parangonó su experiencia a las de las santas, sintiendo «este en sí la misma condición de la santa [Gertrudis] que no puede sufrir pecados ajenos»;79 «también yo cuando andaba por el mundo tenía esos mismos fervores en defensa de las virtudes y así ella se parece en eso conmigo».80 Igualmente declaró ante el alcaide de la cárcel «que había tenido muchas revelaciones y que aunque las había visto en sueños había ido después a aquella parte y lugar donde lo soñaba y hallaba ser verdad aquello que había soñado».81 Sobre sus sueños y la comprobación posterior, hay un solo episodio de importancia que emerge en el proceso y se refiere a una aparición de la Virgen en Trujillo. Este evento lo comunicó el profeta a un par de curas, veinte años después, cuando asoció la imagen de la Virgen de Tenancingo a la de Trujillo, considerándolo una señal divina y un llamado a la predicación. En la iglesia parroquial de Tenancingo existía desde la época de la conquista una «imagen de Nuestra Señora del Rosario de talla muy hermosa» y «muy milagrosa» (Solano y Romero, 1988, p. 156). Al padre Andrés del Olmo le contó que en Trujillo «le había hablado una imagen de Nuestra Señora»,82 pero que no se acordaba qué le dijo, y que el padre le dio a entender que sería un «aviso de Dios».83 Declaró que la revelación le vino en un sueño que tuvo cuando se durmió, mientras rezaba una noche en la Iglesia, en donde:

Se le apareció una imagen muy hermosa de Nuestra Señora con un niño en el brazo izquierdo y a su lado diestro se apareció un mancebo como de diecisiete a dieciocho años hermoso como un mancebo de esos que sirven a los príncipes a la mesa del cuerpo de este confesante que le parece que si este fuera del siglo que quiere decir secular dicho aparecido pareciera mucho a este y estaba vestido con un jubón de chamelote o damasco de seda colorado un calzón de paño que no da fe del color y con medias y zapatos y no sabe como eran las medias ni de qué color y tenía valona y de dicho lado derecho de la Virgen salió dicho mancebo y fue a donde este estaba y tendió una vestimenta blanca sobre este que se la quería vestir y este levanto las manos detuvo el vestimento diciendo: ten como quien se ha de vestir un hábito tan grosero se ha de vestir una vestimenta tan blanca y tan linda con lo cual se ha desaparecido todo.84

Unas noches después se quedó dormido rezando y de nuevo «y en el altar del santo Cristo» se le apareció:

Una imagen de Nuestra Señora diferente de la primera que no tenía niño y tenía un jubón que le parece de tela que será una tela como la de la imagen que adelante dirá y no sabe de qué era el demás vestido y dicha imagen comenzó a llamar a este muy aprisa con la mano derecha doblándola muy aprisa hacia dentro y este se fue y la abrazó por la sora [sic: ¿cintura?] y la imagen abrazó a este por el pescuezo y luego con la misma mano derecha echo la bendición a este y con esto se desapareció y que después al cabo de veintidós años vino a Tenancingo y vio en el altar y luego dijo que vio en dos altares y luego dijo que en un altar y en la sacristía dos imágenes de Nuestra Señora muy semejantes a las que como deja dicho se le aparecieron en Trujillo.85

La interpretación que el propio Juan hace del sueño es que él contó esto no para «mostrar favores», sino «que era señal de que él era virgen y casto y que perseverase».86

Otra experiencia sobrenatural vivida por Juan le fue comunicada por «una voz» y se refería a la ocupación por dos curas del cargo de beneficiado eclesiástico. Los relatos que tienen que ver con estos hechos son confusos, pero denotan que en algún momento fungió como adivino, prediciendo quién ocuparía el beneficio de Ixtlahuaca, e incluso quién moriría como consecuencia de las malas acciones, entre ellas, las de comprar el cargo.

Su enjuiciamiento del presente lo hizo también consiente de que habría de ser mártir. En este caso se trató de un papagayo que, en el pueblo de Jiquipilco, le anunció que habría de reformar las religiones y que sería condenado por esto. Algunos estudios de otros personajes del siglo XVI, procesados por la Inquisición de Sevilla, muestran que este tipo de proposiciones sobre el martirio muchas veces se registraron en ambientes conversos (Boeglin, 2007, p. 123). Nunca sabremos si esto atañe a Juan, pues hasta donde tenemos información, y aunque fuese portugués y recibiera a menudo el insulto de «judío», su hoja de limpieza de sangre hacía constar que su familia era de cristianos viejos.

Otra de sus visiones, que cuenta un año y medio antes de su detención y en el momento más crítico de su vida, fue la aparición de San Francisco en Trujillo, para comunicarle que su destino final sería Marruecos como predicador en tierra de conversos.

En el tema sobre la corrección pública fraterna existen, igualmente, señales relativas al profetismo. En aquellos episodios puede detectarse una clara idea de justicia, como la que caracteriza a los profetas y con cuya alusión dejamos que el portugués cierre la reflexión sobre su vida:

Que la gente vulgar como ignorante llama blasfemias a lo que este hablaba contra las mancebas y los sacerdotes por solo que son sacerdotes y quien mirase estas cosas hallará que ni son blasfemias ni son murmuraciones sino hambre y sed de justicia y destruir vicios y pecados porque no sea Dios ofendido y sus prójimos no sean condenados […] que solo a los santos y justos es permitido el corregir fraternalmente.87

Conclusiones

En Juan Gómez encontramos rastros diversos y poco definidos de una específica orientación ideológica. Sus actitudes osadas parecen encajar más claramente con los principios del franciscanismo que con los de las corrientes alumbradas. Aunque en los diversos pasajes de su vida definitivamente se percibe la mutua influencia entre el franciscanismo y el alumbradismo, sus conductas profetizantes encuentran un mayor arraigo en la primera de estas corrientes.

Los imitadores de la utopía franciscana rechazaban la codicia y la violencia (Marulanda y Echeverri, 2008, p. 19). Para Juan, ellas estaban representadas en el rechazo a los bienes del clero y en la indignación ante los azotes que le propinaron los frailes de San Diego y el maltratamiento de palabra por parte del arzobispo Juan Sáenz de Mañozca. En el franciscanismo la vida debía desarrollarse en un ambiente de pobreza representado en el hábito. Obviamente que las perlas, carrozas, juegos e instrumentos musicales no podían causar más que repugnancia a Juan Gómez. A la luz del principio franciscano, el inquisidor que calificó a Juan de lobo rapante con piel de oveja se equivocaba, pues el contraste entre lobos y ovejas formaba parte de los orígenes del cristianismo. Según las profecías de Isaías, en la Nueva Iglesia los lobos y las ovejas «pastarán hermanados» (Huerga, 1986, p. 291). El inquisidor acusador solo reparó en una enseñanza de San Mateo que rechazaba a los falsos profetas.88

La fraternidad debía ser libre, sin jerarquías y con primacía de la humildad. San Francisco indicaba que «si algún ministro mandare cosa contra nuestra vida o contra su alma, el fraile no está obligado a obedecer» (Marulanda y Echeverri, 2008, p. 28). Muchos de los comportamientos y actitudes de Juan pueden relacionarse con esta regla: el acto de comulgar sin la absolución en la confesión, su dignidad al cuestionar que la absolución no debía vincularse a su denuncia de pecados públicos —de lo cual era imposible arrepentirse— y a la venganza de los clérigos. Igualmente, en él se manifiesta una profunda rebelión contra la presión por obligarlo a profesar en una orden que consideraba viciada por el pecado, debido al amancebamiento de sus frailes con mujeres que hacían pasar por hermanas o a sus prácticas licenciosas. En un gesto muy particular, Juan llegó a sobreponer su estado de oración al deber de responder los buenos días a un alto clérigo.

En el franciscanismo destaca también el carisma profético. Desde los tiempos de Joaquín de Fiore se criticaba ya la simonía, la soberbia y la holgazanería. La vida de Juan, en todo su recorrido geográfico, estuvo impregnada de denuncias de este tenor. Su indignación se manifestó tanto por la compra de cargos eclesiásticos como por la costumbre de los clérigos de divertirse, escuchando la vihuela, tomando chocolate o jugando en sus casas, desde la vida de soltería de las doncellas hasta los juegos practicados por los mulatos. A la cabeza de estas críticas estaban las violaciones a los votos de castidad y los tocamientos de las monjas con sus confesores. Un aspecto que no parece encajar es su comportamiento soberbio, a pesar de su propia prédica de humildad, lo cual justificaba él en la terrible indignación que le producía el comportamiento de los religiosos y religiosas. En general, en el portugués se aprecia un odio a los vicios y al pecado, así como al cuerpo, su lugar privilegiado. Esta actitud es típicamente franciscana y diametralmente opuesta a la sensualidad de los alumbrados. En este sentido, resulta muy coherente su enorme desprecio a las monjas que se dejaban tocar las manos o abrazar y a los amancebamientos de clérigos y laicos, denuncias que al final fueron las que determinaron su condena.

Otro aspecto del franciscanismo muy presente en la vida de Juan es su ideal de reforma de las órdenes religiosas, rescatando los valores primigenios del cristianismo, así como el apoyo que para esto le proporcionaba el Evangelio como regla base del ideal de comunidad fraterna (Marulanda y Echeverri, 2008, pp. 20-21). Esto contrasta, sin embargo, con el estilo de vida eremita vinculado a la libertad y a la felicidad y puede explicarse en la propia convicción de Francisco de Asís, entre cuyos propósitos no estuvo nunca el fundar una orden regular. Por una parte, existía la intención de reparar, pero en la práctica la vida de pureza y oración parecía más acorde con el retiro y ayuno en cuevas y ermitas. Hay también una recuperación de la utopía de fraternidad propuesta por Jesús y orientada a encontrar el reino de Dios en la tierra. Una de las amenazas veladas de Juan expresaba muy bien este ideal: «aguardáis a pedir perdón cuando os estáis muriendo».89

En el donado portugués encontramos no solo un profeta laico, sino un héroe postrenacentista. No parece casualidad que en el auto de fe en el que él murió, salieron en procesión otros personajes con historias similares, entre ellos, el más famoso de los contradictores de la Inquisición. El 19 de noviembre de 1659 murieron quemados en la hoguera, junto a Juan Gómez, el irlandés don William Lamport,90 una mujer beata alumbrada cuyo nombre no conocemos, el hermano Pedro, por el cual preguntó Juan, «rebeldísimo, contumaz y con mordaza en la boca» (Guijo, 1986, p. 112) y la estatua de José Bruñón de Vértiz, clérigo presbítero confesor de tres hermanas alumbradas. El hermano Salvador salió con vela verde y había pretendido fundar un colegio de doce apóstoles en Santa Fe, última morada de Juan antes de su año y medio en prisión.

El portugués Juan Gómez fue un hombre de principios férreos, por los cuales decidió sacrificar su vida. De lo único que llegó a arrepentirse fue de su ánimo exaltado. En estas frases Juan anticipó su propio destino y martirio: «él había de morir por la verdad y el celo de Dios que eso buscaba que le persiguiesen porque no pretendía las honras de este mundo»,91 y que su espíritu era «morir por amor de Dios como San Juan Bautista»,92 modelo de los profetas de plaza.

Referencias

Fuentes primarias

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Fecha de recepción: 11 de enero de 2021.

Fecha de evaluación: 15 de febrero de 2021.

Fecha de aceptación: 6 de abril de 2021

Fecha de publicación: 1 de noviembre de 2021.

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1 Una primera versión de este artículo se publicó en la desaparecida revista digital Prohal Monográfico del Instituto Ravignani de Buenos Aires. Agradezco al comité de la revista Allpanchis la oportunidad que me brinda de presentar esta actualización.

2 Juan Gómez dice que se llamaba Andrés del Olmo Jijón.

3 Archivo Histórico Nacional Madrid (AHNM), Inquisición, 1733, exp. 7, ff. 61v-66r.

4 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 64r.

5 El fraile donado era un hermano lego que aún no había sido ordenado en la orden franciscana, pero que asumía un compromiso religioso como seguidor de Cristo. Como definición general, Covarrubias decía que era «el lego admitido en la religión para el servicio de la casa. Estos suelen hacer una manera de profesión diferente de los religiosos conventuales» (Covarrubias, 1611, p. 326).

6 El cura beneficiado formaba parte del clero secular y gozaba de un beneficio que hacía parte del sistema beneficial, por el cual se dotaba el cargo clerical con distintos y desiguales tipos de prebendas. La posesión de un beneficio era parte de la seguridad material hacia la carrera eclesiástica. Según Barrio Gozalo, el sistema beneficial «fue uno de los elementos más negativos para los fines de la vida religiosa, del buen funcionamiento de las instituciones eclesiásticas y de la eficacia del gobierno episcopal» (2001, p. 74).

7 Deben haber sido por lo menos diecinueve años puesto que, en 1645, Juan ya vivía en la Nueva España.

8 Se refería a Mompox, isla en el río Magdalena, principal arteria fluvial y comercial del Nuevo Reino de Granada.

9 Testimonio de Andrés del Olmo ante el comisario del Santo Oficio, Francisco de Lorrabuquio, beneficiado del partido de Atlacomulco. 27 de mayo de 1659. AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 14v.

10 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, ff. 65r, 105r.

11 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 69r.

12 Este pasaje coincide con el que mencionó el visitador Juan de Mañozca en su relación, aunque Juan dice que el visitador se llamaba Jacinto de la Serna, que también fue visitador del arzobispado en los mismos años. El momento que describe Juan Gómez ocurrió hacia 1642 y el de la visita de Mañozca en 1646, año en el que todavía el portugués se hallaba en Ixtlahuaca.

13 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 65v.

14 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 65v.

15 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 66r.

16 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 66r.

17 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 72v.

18 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 66v.

19 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 70r.

20 Para 1657 Juan de Tapia era beneficiado de Tenancingo. AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 7v.

21 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, ff. 66r-68v.

22 Entre los primeros alumbrados destacan otros nombres menos famosos como los de Luis López, Pedro Miguel de Fuentes, Juan Núñez de León, Agustina de Santa Clara, Juan Plata o Marina de San Miguel.

23 Javier Pérez Escohotado recupera este interesante debate en su estudio sobre Antonio de Medrano, bachiller español varias veces procesado por el Santo Oficio entre 1526 y 1530 (Pérez Escohotado, 2003, p. 32). La relación entre el franciscanismo y los alumbrados ha sido estudiada antes por Marcel Bataillon (1950), Angela Selke (1968), Antonio Márquez (1980) y José C. Nieto (1997), entre otros.

24 Gómez parece citar aquí al famoso cardenal Francisco Jiménez de Cisneros, reformador de la orden franciscana e intelectual connotado en su época.

25 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 104v.

26 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 37r.

27 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 73v.

28 El conjunto de obras es inmenso, desde las primeras investigaciones de Allain Milhou (1983), pasando por las de Ottavia Niccoli (1987), Marjorie Reeves (1992) y Richard Kagan (1995), hasta llegar a las de Augustin Redondo (2000) o María Pilar Manero Sorolla (2000).

29 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 54v. Proposición 29.

30 Cf. Antonio Rubial García (2006), Nora E. Jaffary (2004), Nancy E. van Deusen (2004) y Luis Miguel Glave Testino (1998).

31 Esta es una aproximación sugerida por Ana Ávalos con relación a la astrología y a la profecía en el siglo XVII (Ávalos, 2007).

32 Uno de los aspectos que sobre el significado de la profecía rescata María Pilar Manero Sorolla en su texto «Sor María Jesús de Ágreda y el providencialismo político de la casa de Austria» (Manero Sorolla, 2000, pp. 109-110).

33 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 14r.

34 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 14r.

35 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 106r.

36 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 3r, i. 493.

37 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 7v, i. 502.

38 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 14v.

39 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 27r.

40 Declaración de Juan de Mendoza, AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 7v, i. 502.

41 Declaración de fray Diego de Jesús del convento del Carmen. AHNM, Inquisición, 1733, exp.7, f. 16r.

42 Declaración de Juana del Olmo, AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 22r.

43 Especie de mandioca.

44 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 10v.

45 Declaración del bachiller Diego de la Cruz, hermano de Andrés de Fresco, AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 14v, i. 516.

46 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 71v.

47 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 28r.

48 El que rapa o hurta.

49 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 70r.

50 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 70r.

51 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 26v.

52 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 108r.

53 Así lo da a entender en un interrogatorio Juan Gómez. AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 185v.

54 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 88r.

55 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 74r.

56 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 74r.

57 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 75v.

58 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 76v.

59 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 31v.

60 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 30v.

61 Específicamente reprobaba que los frailes anduvieran a caballo, tuvieran petacas y collares de perlas y de oro, departieran con laicos y recibieran dinero. AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 185v.

62 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 30r.

63 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 32r.

64 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 27v.

65 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 30v.

66 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 30v.

67 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 91r.

68 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 22r. Testimonio de Juana del Olmo.

69 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 89r.

70 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 50v.

71 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 28r.

72 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, ff. 74 r-v.

73 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 74v.

74 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 30r.

75 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 32r.

76 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 32r.

77 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 51v.

78 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 32r.

79 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 88r.

80 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 88r.

81 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 32r.

82 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 14v.

83 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 14v.

84 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 183v.

85 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 183v.

86 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 183v.

87 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, ff. 89v, 90r.

88 San Mateo 15, 7: «También, guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con vestidos de ovejas: más de dentro son lobos robadores» (Valera, 1602, f. 3).

89 AHNM, Inquisición, 1733, exp. 7, f. 22r.

90 Conocido como Guillén Lombardo de Guzmán. Un balance historiográfico de estudios sobre la vida del irlandés puede consultarse en Silva Prada (2009).

91 AHNM, Inquisición, 1733, exp.7, f. 22r.

92 AHNM, Inquisición, 1733, exp.7, f. 30v.